Transfronterizas
Mabel Andreu
Malika se mueve todavía con dificultad. Su cadera y antebrazo derecho siguen teñidos de morado. También el hombro se queja. Hay movimientos que no puede hacer. Así que la próxima semana tampoco podrá ir a su trabajo, aunque su despensa esté vacía, aunque su madre se quedé sin las medicinas. No hay dinero, no ve la luz al final del túnel.
A las cinco de la tarde de aquel domingo lluvioso un timbrazo la sacudió en su diván. Llevaba un largo rato sin conseguir desprenderse de las brumas del sueño. Ni dormida, ni despierta. Ahí estaba, dejando pasar el tiempo desde esa tierra de nadie. Se levantó con dificultad y se acercó a la puerta.
—Abre Malika ¡Sorpresa! —la voz cantarina de Rachida se oyó al otro lado seguida de su eterna risa.
—Y también estoy yo, no pienses que me iba a perder este plan de amigas —apuntilló Amina.
Las dos mujeres abrazaron a Malika (ay, con cuidado que todavía soy intocable, se quejó) y se dirigieron resueltas a la cocina. Los platos de la comida todavía reposaban sucios en el fregadero, algo impensable en la dueña de la casa.
Mientras Rachida ponía agua a calentar para el té, Amina lavaba los platos y los secaba a la vez que parloteaba sin parar, como si el silencio estuviera prohibido por decreto. Malika se daba cuenta de que la consigna entre ellas era la de mantener el tono alegre y distendido, evitar el tema para que ella se olvidara por lo menos durante un rato de lo que tenía encima. Como si eso fuera posible. Pero ella se lo agradecía. Sí, eran sus amigas. Quizá el único apoyo con el que podía contar.
Los dulces de Amina cubrieron los platos. Se le daba muy bien la repostería. La m´hanncha se enroscaba por el plato como una serpiente cubierta con azúcar molida y salpicada de pistachos. Una serpiente de delicada pasta filo que hizo segregar jugos en el estómago apenas satisfecho de Malika. También trajo abuntandes briouat, pequeños pastelillos triangulares rellenos de almendras y sésamo y bañados en agua de azahar y, por supuesto, una notable cantidad de chebakia, flores perfectas fritas con sésamo y miel.
—¡Qué exagerada, Amina!, si apenas tengo apetito —decía Malika a la vez que se llenaba la boca con una galleta tentadora.
Para Amina era una satisfacción poder endulzarle un poco la vida a su amiga. No solo iba a hacer pastas para el Coronel y su remilgada mujer. Y para sus cuatro hijos que a la vez que la daban lecciones de alimentación saludable se empapuzaban con sus pastelillos. Tenía que luchar para preservar para los invitados algo de su trabajo de la tarde anterior. Horas que nadie le pagaba. Ingredientes que tampoco tenían precio. Pero Amina era así, cada vez que la señora iba a recibir a las amigas se llevaba a casa trabajo extra. Claro, a la Coronela le gustaba alardear de lo buena cocinera que era su chica.
Rachida encendió la radio y buscó la emisora preferida de Malika. La que emitía música bereber, la que conseguía trasladarla a las escarpadas montañas de su Uarzazate natal. Allí donde ella fue feliz sacando a las cabras a ramonear entre los matojos de espliego y lavanda. Sí, aquella música la llevaba al lejano paraíso de su infancia (ella ahora lo recordaba así) y sonreía mientras veía a Rachida danzar con soltura y gracia, haciendo que sus manos parecieran pájaros surcando el cielo. Le gustaba ver con cuanta armonía su cuerpo se acoplaba a la música, sus caderas giraban y sus pechos se agitaban saltarines a su ritmo. Rachida, tan joven y bella, tan alegre y sacrificada. Es normal. En su oficio siempre hay que mostrarse alegre y dispuesta a seducir. Conseguir que en un corto espacio de tiempo el cliente se sienta tan excitado como el príncipe de Sherezade. Y luego dejarse hacer y despedirle con una sonrisa y la esperanza de que el hombre haya quedado satisfecho para que vuelva otro día y hable bien de ella a sus amigos. Aunque no siempre deseaba que alguno volviera. Más bien preferiría que se olvidara de ella para siempre y así quizá Rachida también podría olvidarse de él y de su brutalidad. De su sabor y de su olor.
Pocas veces hablaban las tres mujeres de sus trabajos. Esa tarde sí estaban muy presentes. La desgracia de Malika hacía que sus esfuerzos por ganarse la vida ocuparan sus pensamientos aun en el fin de semana, cuando tenían un par de días para vivir en Castillejo sin pensar en la frontera y en lo que las aguardaba del otro lado. Apenas habían terminado el té y en el momento en que la música dejó de sonar fue cuando el silencio se espesó en torno a ellas. Fue Amina quien lo rompió.
—Y bien, Malika ¿cómo está lo tuyo? ¿Es verdad lo que dicen, que te piden cuatro meses de cárcel por desacato? Pero eso no puede ser. Algo se podrá hacer.
—Pues claro, Malika. Si te ha visto un médico te podrá dar un certificado en el que se vean tus lesiones. Cualquier juez tendrá que admitir que el policía se cebó en ti cuando estabas en el suelo y aplastada por el fardo. Que estás viva de milagro.
—Ay, amigas, habláis como si los jueces de verdad fuesen justos. El que me ha tocado a mí prefiere la versión del policía. Y yo no puedo demostrar nada. Me he cansado de decir que había una cámara y que lo tuvo que registrar, que ahí se vería como ocurrió todo. Pero no se veía nada de nada sencillamente porque habían borrado la grabación. Así que no hay pruebas. Mis hematomas son fruto de la caída. No hay más que hablar. No de la saña del policía que me pegaba cuando estaba en el suelo porque no pude correr más.
La tristeza se estaba adueñando de la tarde y Rachida no estaba dispuesta a dejar que eso ocurriera. Se levantó resuelta y se fue a la cocina donde había quedado su abrigo y su bolso. Del bolsillo interior extrajo una pequeña pitillera con tres canutos bien liados. Ahora es el momento de que empiece la fiesta, les dijo a las otras dos.
Malika y Amina la miraban espantadas encender el cigarro con maestría. Aspiró profundamente y pronto un olor dulzón se esparció por la pieza. La siguiente en probar fue Amina y, por fin, el tercero se lo pasaron a Malika. A sus sesenta años la mujer estaba descubriendo el sabor y los efectos del hachís. Una sonrisa floja se dibujó en su rostro.
—Pues que sepas que en muchos sitios lo recetan los médicos para atenuar los dolores. Hasta mejoran los malos síntomas de los tratamientos del cáncer. Eso dicen. Verás cómo mañana te duele menos. Y ahora desnúdate que tengo otro remedio.
Malika se había quedado con el cigarro y lo fumaba sin prisa, con deleite. Descubriendo a su edad un paliativo para el dolor del cuerpo y del espíritu. No se resistió. Dejó que sus amigas le quitaran la ropa y extendieran sobre los moratones generosas capas de una pomada hecha con el mismo ingrediente. A medida que se relajaba se le soltó la lengua.
—Sé que si tuviera un buen abogado las cosas serían diferentes. Pero ni lo tengo ni tampoco podría pagarlo. Me tuve que conformar con el mal teatro que me montaron en el juzgado. Como si el juez no supiera que hay días en los que los polis parece que se han vuelto locos y empiezan a azuzarnos para que pasemos deprisa. Para que despejemos el pasadizo con rapidez. A ellos les querría ver yo con noventa kilos a la espalda, cuando vas por el tercer viaje y encima pretender que lo hagamos corriendo. Y nunca se sabe cuándo les va a dar el ataque. Depende del humor del que esté ese día o de las mordidas que haya conseguido. Y que conste que estoy agradecida por estar viva. Porque en esos casos en que cae una pueden venir encima otras que pierden el equilibrio bajo el peso al intentar esquivar a la que está en el suelo. Que así, ya lo sabéis, se han quedado unas cuantas. Que ya van ocho mujeres muertas y no serán las últimas.
—Yo no me quejo de mi vida —dice Rachida— Visto desde fuera lo de ser puta igual parece horrible. Claro que si miro para atrás y me acuerdo de cómo era lo de estar casada me doy cuenta de que con mi marido era peor que con la mayoría de los hombres que me visitan. Y con él, además gratis.
Rachida ve pasar fragmentos de su vida como si fueran escenas sueltas de un tráiler. Tenía trece años cuando su padre la casó con aquel hombre de treinta y seis. El mismo que la repudió a los veintiocho años después de haberle hecho tres hijos. Qué camino le quedaba, más que conseguir que una amiga de su madre la empadronara en su casa de Castillejo para poder así buscarse la vida cada día en Ceuta. En la ciudad española hay más oportunidades porque circula el dinero. Primero porque muchos de los habitantes son militares, como el patrón de Amina. Y luego porque la frontera es un filón gracias a la venta de mercancías a Marruecos. Ella gana lo suficiente como para poder pagar un alquiler modesto en Castillejo y mantener a sus hijos. Cada quince días va a Kenitra a ver a los chiquillos y a su madre. Su pobre madre, cada día más achacosa, cada día más triste. Y eso que no sabe a qué se dedica, que ella parece que sigue creyéndose lo de que es estilista.
—¿Sabéis que las tres pertenecemos a un mismo grupo, el de las transfronterizas? —comenta de pronto Amina.
—¿Y eso qué es, una nueva casta o algo así?
Malika lo pregunta con un deje de rabia, como si ya no aguantara más etiquetas ofensivas. El efecto benefactor del canuto y de la compañía parecía irse desvaneciendo. Su rostro volvía a crisparse al intentar encontrar una postura menos dolorosa.
Amina les explica que ha leído un reportaje en casa de sus señores. Apareció en el periódico de Ceuta y resulta que hablaba sobre ellas. Porque las tres pertenecen a ese grupo del que no habían oído hablar antes. Las transfronterizas. Así es como llaman a los cientos de mujeres que pasan cada día la frontera para trabajar en Ceuta. Solo con el pasaporte, sin necesidad de visado. Y eso se debe a que los pueblos próximos a la frontera se benefician de un tratado de nombre rarísimo que les facilita el tránsito siempre que no se queden a dormir.
—Y mira que cosas, aquí estamos una de cada grupo: porteadoras, empleadas de hogar y trabajadoras sexuales, que así las llaman, Rachida, y no putas como dices tú.
De pronto Malika se incorpora y mira a sus amigas como si hubiera tenido una revelación divina. Un pensamiento enloquecido ha cruzado su mente como un rayo. Lo verbaliza sin meditarlo, sin filtros.
—Oye, Rachida, ya sé que soy mayor y que llevo mucho tiempo sin cuidarme. Y que el peso de los fardos ha inclinado mi espalda hacia adelante y ya no puedo ponerme del todo derecha. Pero yo creo que sigo siendo bastante guapa. Y no me negarás que para ser una mujer sin apenas escuela soy educada y hablo bastante bien el castellano. Ya sé que eso se lo debo a los libros, a que cuando estoy largas horas en la cola hasta que abren el Tarajal yo aprovecho para leer.
—Sí, todo eso es verdad, Malika. Lo que pasa es que no sé a dónde quieres ir a parar.
—Ya, sé que pensaréis que estoy loca pero, de pronto he visto que si, como pide la sentencia, tengo que estar cuatro meses en la cárcel puedo aprovechar ese tiempo para cuidarme y buscar a la salida otro tipo de empleo. ¿En el sitio en el que tú trabajas no necesitarían a alguien que coja el teléfono, organice las citas y tenga a punto las habitaciones? Ya sabes que yo soy muy limpia y organizada y que tengo gusto y cuido los detalles. Rachida, no me mires así, que necesito creer que todavía mi vida puede mejorar. ¡Y qué me importa a mí lo que la gente pueda pensar a estas alturas!
Es inaceptable que nos comprometemos como animales.
Hay que ponerse siempre en la piel de los demás y dar soluciones y no palos.